Las enormes alas blancas acariciaban el aire con suavidad y elegancia en
lentos y pesados aleteos. Algunas plumas brillantes se desprendían de las demás
y quedaban vagando solas, como pequeñas esquirlas cristalinas que se perdía
entre las nubes. Mis manos agarraban con fuerza el pelaje blanco del animal
alrededor de su cuello. Mis piernas colgaban en el vacío, entre sus patas
encogidas y notaba sus músculos elevar las brillantes alas hacia el infinito y
luego bajarlas despacio, golpeando el viento con dureza. Los movimientos del
animal debían ser fuertes para lograr mantenernos a ambos volando sobre el
cielo, sin embargo, eran tan gráciles que me sentía flotar, como si en lugar de
en un gran pegaso plateado me encontrara sobre una nube algodonosa y suave.
Me atreví por primera vez a mirar hacia abajo. No imaginaba que
hubiéramos subido tan alto. Pero no sentí vértigo, ni miedo, todo lo contrario.
Sentía una felicidad inmensa al poder ver desde la lejanía el precioso paisaje
que dejábamos atrás, lleno de colores y formas. Verde, amarillo, azul, gris,
marrón… cientos de diversas tonalidades dibujaban un cuadro bajo nuestros pies,
a kilómetros de distancia. Podía ver casitas blancas desordenadas formando
pueblos pequeños. Carreteras con vehículos que desde esa altura parecían de
juguete. Las olas del océano, estáticas, eran como plastilina. Todo estaba tan
lejano y pequeño que parecía ridículo visto desde ahí. Deseaba poder quedarme volando en mi pegaso para siempre y no volver a tocar
la tierra nunca más.
Abracé al animal con cariño y le pregunté: “podremos estar así para
siempre”. No dudó en contestar: “claro. Sólo espero que no te canses de mí”. –
“¡Nunca lo haré! – repliqué. –“Quizá te canses tú antes”. Rio. –“yo te quiero
mucho, si alguien debe cansarse de alguien serás tú de mí”.
Probablemente habíamos recorrido miles de kilómetros hasta que el cielo
empezó a oscurecer. –“¡Mira, una estrella!” dije levantando la mano. – “Ten
cuidado con moverte con esa brusquedad… me puedes hacer perder el equilibrio”.
– “Lo siento.” – Millones de puntitos luminosos se encendía en la tierra y yo
intentaba descifrar cada uno de ellos, disfrutando del increíble viaje con los
ojos muy abiertos, para no perderme nada. Abracé al pegaso. – “Te quiero.” – le
dije al oído. “Yo también”. Me respondió, pero con un tono un poco diferente al
de las otras veces. Un tono cansado y aburrido. Yo no entendía el porqué de ese tono, pero
continuaba feliz mirando las estrellas y acariciando las nubes que aparecían a nuestro paso. En una ocasión alargué la mano con entusiasmo
para tocar una de esas brillantes estrellas, y el animal pareció perder un poco el equilibrio. “Lo
siento”. Dije enseguida. Él no dijo nada, pero yo sabía que le había molestado
aquel gesto.
- - ¿No
crees que ya es hora de volver a tu mundo?
- - ¿¡Qué?!
No me habías dicho que estaríamos aquí, volando para siempre.
- - Ahora
mismo no estoy muy seguro si pueda aguantar más tiempo volando.
- - Pero…
La bajada fue muy rápida, demasiado. Me lagrimeaban los ojos, aunque no supe si por la velocidad del viento contra mi cara o por el cambio de
planes tan brusco e inesperado. En sólo tres minutos estaba en el suelo: me
había dejado caer unos metros antes de llegar a tierra y él había emprendido
el vuelo de nuevo, mientras yo lo miraba, tirado sobre un duro suelo de tierra
seca con pequeñas piedrecitas que se me clavaban en la espalda. Cerré los ojos de
dolor, y cuando pude volver a abrirlos él era ya una pequeña figura que se
perdía entre las estrellas.
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